sábado, 27 de diciembre de 2014

Palabras de Jesús y de María, al concluir el año

En este último post del año, quisiéramos aprovechar para transcribir dos mensajes de Jesús y de la Virgen, a Marga (cfr. La Verdadera Devoción al Corazón de Jesús. Dictados de Jesús a Marga, 1ª ed. en México, julio de 2012), que nos pueden ayudar a recomenzar nuestra lucha cristiana con más vigor y confianza en Dios.


Todos los mensajes a Marga, contenidos en los dos volúmenes que se han publicado hasta ahora (cfr. también El triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012), son profundos y ricos. Pero hay algunos, como los que transcribimos ahora, que tienen una fuerza y una claridad que merece la pena destacar.

Nos parece que nos ayudarán mucho a terminar bien este año 2014 que concluye y comenzar el 2015, con dos características fundamentales de nuestra vida cristiana: a) la necesidad de una nueva conversión (reconocimiento de nuestros pecados y lucha decidida contra el mal) y, b) la paz y la alegría que tenemos porque somos hijos de Dios y confiamos plenamente en que el Señor y su Madre no nos abandonan. Esa paz y alegría que sólo dan sus Palabras de Vida eterna.  

Se trata de dos mensajes seguidos: del 11 y 13 de octubre de 2002. Uno de Jesús y otro de María.

Mensaje del 11 de octubre de 2002

Jesús:
        Llamada a ser la luz (cfr. Mt 5, 14), la luz que alumbre a sus hermanos: escucha, escúchame.
        Como golpea un fuerte viento sobre vuestras ventanas. Así estoy Yo, así el Espíritu Santo, queriendo pasar en medio de vosotros, queriendo soplar sobre esta generación (nota de Marga: Humanidad), para revivirla, para soplar sobre sus huesos de muerte y volverlos a la vida, para darle alas a este cuerpo mortal que se arrastra bajo el barro sin poder volar ni buscar metas más altas: el Amor para el que ha nacido, para el que ha sido creado.
        ¡Vive! ¡Vive! ¡Por mi Espíritu! Mi Espíritu os hará revivir, oh generación, que os revolcáis bajo el barro y os ahogáis, ahogáis vuestra alma inmortal bajo el peso de vuestro cuerpo mortal y corruptible, lleno de corrupción. Esposa de corrupción llena (nota de marga: La Humanidad): ¡Vive!, ¡vive por Mí!, ¡oh, amada humanidad!
        Vuestro nombre completo es: «Generación actual perversa, que nada entre el pecado, sin querer volver los ojos a Dios, el Creador de todo, y que ha renegado de su Nombre y de la fe el Él, en el Espíritu de la Promesa»
        Largo nombre lleno de Dolor (nota de marga: Que al pronunciarlo le hace sufrir a Dios. Vida humana que le causa dolor), que Yo reduzco en «generación», o «humanidad actual».
¡Oh generación, amada grandemente por Mí!, ¡vuélvete!, ¡vuelve tus ojos a Mí! El Creador de todo pide hoy, ante ti, tu consuelo, tu consuelo y amor.
        Porque mira, niño, que hieres profundamente mi Herida con tu apostasía y herejía constante, con tu renegar y tu odio a Dios continuo, con tu no-quererte-convertir. Pese a mis Llamadas, ¡que mira cómo las multiplico por ti!
        Odio, odio constante a Dios, blasfemias, pecados, negrura, sufrimiento constante... por no querer volver tus ojos a Dios, hijo, que nadas en el pecado. ¡Ven!, ¡ven a tu Padre! ¡Ven a Mí!
        Mira hoy al Espíritu Santo llamando a tu puerta, pegando en tu ventana. ¡Ábrele! ¡Ábrele de par en par! Y deja que entre a inundar tu vida, tu vida muerta, de paz y de amor, de vida y de perdón, de caridad, de mansedumbre, de armonía, de belleza. ¡Ábrele! Y cierra a todo ocio y corrupción, pecado, omisión, desgracia, cierra a eso, oh hijo, hoy tu puerta con tu voluntad cierta, fuerte, recia. ¡Cierra!, y ábrete sólo a Mí.
        Verás, verás qué cambio de vida, hijo, niño pequeño, vas a experimentar, porque Yo, tu Padre, vendré, y con mis propias Manos, Manos de Dios, voy a venir y bajar a limpiarte maternal y cuidadosamente de toda la costra del pecado, y voy a dejar tu alma y tu cuerpo limpio y blanco como la nieve (cfr. Sal 51, 9; Is 1, 18). Donde toda inmundicia desaparecerá, donde toda criatura recobrará su esplendor inicial, el que tenían antes de que el Dueño del mundo se abalanzara sobre ellas quitándoles todo lo santo y puro y poniéndolas a sus servicios.
        Pero mira, hijo, que si tú quieres, esto tendrá lugar, lo podré hacer en ti. Tan sólo ponte en mis Manos, animalito pobre que ya no conservas ni tu apariencia de hombre. ¡Ven!, ¡ven a revivir Conmigo!
        ¿Sabes la belleza de los hijos de Dios?, ¿la has visto? Mira que Yo te voy a hacer más bello que ningún hijo de hombre que pudieras ver. Tu belleza será sin igual. Si vienes hoy a Mí, y, con tu voluntad, te arrepientes de todos tus pecados y lavas tu alma en mi Sangre redentora, para que mi Santo Espíritu te dé la vida.
        Tú que escuchas esto: ¡Ven!, ¡ven hoy a Mí! Hoy, que oyes mi Mandato. Hoy, que escuchas mi Llamada: ¡VEN!, no lo dejes más.
        «El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!» (cfr. Ap 22, 17).
        ¡Ven, oh generación, a reunirte Conmigo!
        ¡Ven, oh Espíritu Santo, a renovar a tu Pueblo!
        ¡Ven, Esposa Santa a vestirte como la Virgen encinta, que dará lugar a la Nueva Humanidad!
        ¡Ven! ¡Oh, ven! (nota de Marga: Ahora que acaba de hablar el Señor, me ha parecido como que le acompañaba una orquesta celestial, o que sus Palabras eran como una hermosa pieza musical, con su apoteosis final: Termina ese “Oh, ven!”, como se termina una composición musical. Y se acaba de súbito todo).  

Mensaje del 13 de octubre de 2002

Virgen:
        A veces, cuando leéis los Mensajes, pensáis que se trata de un tiempo lejano. No lo es. Si fuera para un tiempo lejano, no os lo estaría manifestando Yo. La urgencia es de conversión. ¡Conviértete, hijo!, ¡conviértete!
        Me preguntas (nota de Marga: “Y te preguntan”, fue una pregunta que me hicieron): «¿Qué quiere decir: «¡Venid a Mí!, ¡venid a Mí!... ¡pero a dónde!, ¿a dónde hay que dar los pasos?».
        Los pasos son de conversión. Tanto tiempo en mis filas y todavía te preguntas: «¿A dónde debo ir?, ¿qué debo hacer?»
        ¡Conviértete, hijo!, ¡conviértete!
        Mira, hijo, que por mucho que leas, por mucho que sepas de lo que ha de venir, no te vendrá por ahí la conversión. Refórmate y cambia de vida. Es tu conversión la que te estoy pidiendo, no tu sabiduría del mundo: querer saber, que, al final, no conduce a nada, porque embota la inteligencia y borra el camino abierto por mi Amor.
        Hijo, deja de escudriñar y querer conocer cómo han de venir las cosas, que, al final, te lo aseguro, no será nada como tú imaginas
        Te parece gracioso que tu Madre se digne a bajarse ante ti y a hablarte. No te rías. Quizá sea la última. Yo no te voy a advertir más.
        Hija, ¡hijo!, escúchame a Mí. No escuches otras voces, ellas no te conducen por el Camino Verdadero. Escucha. ¡Escúchame a Mí!
        A los que esperáis tanto para dar el paso, esperando el momento en que empiece todo para verlo más claro, os digo: Es ese momento: ¿quién os asegura la vuelta a Mí? Yo os digo que el miedo os embotará tanto que no os dará capacidad de reacción.
        Por eso ahora os digo: ¡Convertíos!, ¡cambiad de vida! ¡Dad los frutos de conversión (cfr. Mt 3, 8; Lc 3, 8; Hch 26, 20) que Yo espero de vosotros y os estoy pidiendo!
        ¡Rezad!, ¡ayunad!, ¡salvaos y salvad! Y hacedlo ahora. De verdad os digo que después no habrá tiempo, no os será dado el tiempo.
        Aprovecha, hijo mío, aprovechad. No sabes si mañana, a esta hora, te será pedida la vida (cfr. Lc 12, 20). Aprovecha cada día como si fuera el último de tu existencia.
        Hija, si Yo creyera que esto no sirve para nada, no os lo estaría diciendo. Yo tengo confianza en vosotros, sé que al final, os vais a convertir. ¡Convertíos! ¡Y venid a Mí, hijos! (nota de Marga: Abrió los brazos, está como en un lugar alto para que la veamos, majestuosa).
        ¡Yo Soy vuestra Madre! ¡Yo os amo! ¡Yo os digo todo esto para vuestra salvación!
        ¡Venid, oh hijos, hoy a Mí! Quizá mañana no habrá tiempo. Luego, no os será dado más tiempo de conversión. Este es el tiempo, este es el tiempo, este es el tiempo de vuestra conversión. Amén.

sábado, 20 de diciembre de 2014

María, recogida en oración

Mañana, Cuarto Domingo de Adviento, leeremos en el Evangelio de la Misa el texto de San Lucas sobre la Anunciación de la Virgen (cfr. Lc 1, 26-28).


San Josemaría Escrivá de Balaguer, en Santo Rosario, comienza así el comentario al Primer Misterio Gozoso: “No olvides amigo mío, que somos niños. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración. Tú eres en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino... -Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena".

María es la “Señora del dulce nombre” y está “recogida en oración”. El Adviento es un tiempo en el que podemos imitar a la Virgen y, nosotros también, recogernos en oración.

Ese “recogimiento interior” no impide a la Virgen viajar lejos de su casa para visitar a su prima Isabel —como consideramos en el Segundo Misterio Gozoso, un misterio del tiempo de Adviento también— y estar con ella tres meses sirviendo y ayudando con una caridad activa y diligente.

El Beato Álvaro del Portillo, en una carta que escribía en mayo de 1991, decía que había hecho un propósito: “Buscar el recogimiento interior, siempre necesario para escuchar al Espíritu Santo en medio del quehacer diario”.

¿Qué es ese recogimiento interior que buscan los santos? ¿Por qué es tan importante en la vida cristiana?

A continuación transcribimos algunos párrafos de un escrito en el que Romano Guardini, habla sobre el recogimiento (cfr. R. Guardini, Introducción a la vida de oración, San Pablo, Buenos Aires 1976). Las negritas son nuestras.

«Recogimiento significa, en primer lugar, que el hombre se sosiega y se asienta. Por lo general se encuentra el hombre arrastrado por la multitud de las cosas y acontecimientos, excitado por impresiones agradables o desagradables, oprimido por el deseo y el temor, la inquietud y la pasión. Constantemente se esfuerza por alcanzar o evitar algo, adquirir o rechazar algo, construir o destruir algo. El hombre quiere siempre algo y querer significa estar en camino» (p. 27). El hombre moderno es un «ser desasosegado, incapaz de fijarse en un punto o de profundizar en algo» (p. 27). Es un «consumidor insaciable de personas, cosas, pensamientos y palabras, quedando siempre insatisfecho, por haber perdido en gran parte la conexión con su centro y raíz vitales y estar entregado al azar, a pesar de todo su saber y poder. Este hombre debe orar, pero ¿puede orar? Ciertamente; pero solamente si se libera de su desasosiego y se asienta» (p. 27).

«El hombre, por lo tanto, debe evitar el vagabundeo del deseo y centrarse durante un tiempo determinado solamente en aquello, que es lo únicamente importante» (p. 27).

«El hombre se siente molesto en la exigente quietud de la oración y escapa de ella. El hombre escapa siempre del “aquí”, al que es llamado” y en donde únicamente está su “puesto” (p. 28-29).

«Si este hombre quiere orar, debe apartarse de todo y hacerse “presente” ante Dios» (p. 29).

La palabra recogimiento etimológicamente quiere decir “aunarse”, alcanzar la “unidad interior”. «Una mirada a nuestra vida muestra su poca unidad. Deberíamos tener un núcleo vital, que dominase la diversidad de nuestra vida, un centro vital del que partiesen y al que convergiesen todas nuestras actividades; un principio ordenador que distinguiese lo importante y lo no importante, los medios y el fin… ¡Qué falta nos hace todo esto a nosotros los hombres modernos, muy inferiores en este punto a los hombres de otros tiempos, mucho más profundos y mucho más claramente ordenados interiormente!» (p. 29).

«En oposición a esta “dispersión”, la palabra “recogimiento” indica de modo intuitivo que el hombre ha “recogido” —¡en penoso trabajo!— los pensamientos, por doquier esparcidos, y ha preparado así, para la oración, un estado de espíritu “unificado”; un estado de espíritu desde el que —como Samuel cuando fue llamado— pueda decir: “Aquí estoy”» (p. 30).

La inquietud hacia la exterioridad y la apatía interior se corresponden mutuamente. Las personas de violentas pasiones suelen tener un corazón insensible. «En la persona sin recogimiento la apatía y el vacío interior están en la base de su inquietud exterior y le confieren su carácter específico. Por  el contrario el hombre, que es capaz de recogerse, alcanzar el silencio interior y penetrar en la profundidad de su espíritu, está interiormente despierto. El estado de paz interior y de “alerta” espiritual se corresponden, se implican y se determinan mutuamente» (p. 31).

«Por lo tanto, quien se recoge, se hace presente a sí mismo en la intimidad del espíritu y supera también la opresión y las cavilaciones interiores; se eleva, se hace más ligero, más libre, más diáfano; aviva su atención interior y se entrega de modo personal y viviente a los objetos exteriores; esclarece los ojos del espíritu para mirar recta y claramente; aviva su prontitud interior y posibilita así el auténtico encuentro con las coas, con las  personas y con Dios» (p. 31).

«Todo depende del recogimiento. Ningún esfuerzo, que se haga en este punto, es exagerado. Incluso si en ello empleásemos todo el tiempo destinado a la oración, habría que darlo por bien empleado, pues en último término el recogimiento es ya en sí mismo oración» (p. 33).

Transcribimos también unos textos de San Efrén Sirio (Padre de la Iglesia del siglo IV), sobre la oración., que nos pueden ayudar en este Adviento, cuando ya faltan pocos días para la Navidad, a mantener nuestra disposición contemplativa. Las negritas son nuestras.

"Tanto si estás en la iglesia, como en tu casa o en el campo; tanto si apacientas las ovejas, como si construyes un edificio o te hayas en una reunión, no dejes de rezar. Allí donde puedas, ponte de rodillas; y cuando no sea esto posible, invoca a Dios en tu mente, por la tarde, por la mañana y al mediodía. Pues si antepones la oración a cualquier actividad, y cuando te levantes de la cama diriges a Dios tus primeros pensamientos, entonces el pecado no tendrá poder sobre ti". "(...) ¿Veis, hermanos, cuán grande es el valor de la oración? No hay en toda la vida humana nada que sea más precioso. Nunca consintáis en separaros de ella, ni la abandonéis nunca, sino que, como dijo Nuestro Señor, recemos para que no sean vanos todos nuestros trabajos" (San Efrén Sirio, Sermones de oratione, I-II, 1-2, 4).

"(...) Y cuando hablo de oración no me refiero a la oración descuidada,  hecha  de  cualquier manera,  sino a  aquella  que se realiza poniendo empeño,  excitando la compunción y con la mente despejada: esta sí que lleva al Cielo". (...) Si se deja suelta a la mente "se desparrama y se divaga,  pero si  está completamente  concentrada y tiene presente  su gran indigencia y debilidad,  se levanta hasta lo alto con límpidas y abundantes oraciones".  "Mira que las oraciones más oídas son las que se apoyan en el propio  anonadamiento,  como  da a entender el Profeta cuando  se dirige a Dios: encontrándome abatido,  clamé y me oyó.  Así pues, templemos nuestra conciencia y humillemos nuestro espíritu (...). ¿No confías en nada? Esa es la  gran confianza: no confiar en uno mismo, mientras que confiar en uno mismo es  abrir la  puerta  a la  perdición"  (San Efrén Sirio, Sermones de oratione, I-II, 1-2, 4).

"(...) Así pues, te ruego, exhorto y suplico que abras tu corazón a Dios asiduamente (...), que muestres a Dios tu conciencia: enséñale tus heridas y pídele remedio. Preséntaselas a Él, que no regaña sino que cura (...), háblale y saldrás ganando: expón tus miserias y así quedarás limpio de todos tus delitos...". "Pero insisto, no me refiero a la oración que consiste sólo en mover los labios, sino a la que procede del fondo del alma". Han de ser nuestras oraciones nacidas y enraizadas en lo íntimo del alma, como las raíces del árbol se aferran en el hondón de la tierra. "Por lo que dijo el Profeta: desde lo hondo a ti clamé Señor (Ps 129,1)" (San Efrén Sirio, Sermones de oratione, I-II, 1-2, 4). 

sábado, 13 de diciembre de 2014

La Virgen María en el Adviento

En esta semana hemos celebrado don Solemnidades de Nuestra Madre: la Inmaculada Concepción de María (8 de diciembre) y Nuestra Señora de Guadalupe (12 de diciembre). Hoy es sábado, día de la Virgen, y estamos en Adviento, un Tiempo eminentemente mariano.


A la espera de la Venida del Señor, acudimos a María, para que nos enseñe a prepararla como Ella lo hizo y lo sigue haciendo: con su humildad, su recogimiento, su escucha de la Palabra, su lucha decidida y permanente contra el pecado, su delicadeza de amor y su pureza de alma.

María está siempre muy cercana a cada uno, como se puede ver en sus palabras dirigidas a Juan Diego, el 9 de diciembre de 1531, en el Cerro del Tepeyac: «Yo soy la Siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, y mi deseo es que se me levante un templo en este sitio, donde como Madre piadosa tuya y de tus semejantes, mostraré mi clemencia amorosa y la compasión que tengo de los naturales y de aquellos que me aman y me buscan, y de todos los que solicitaren mi amparo y me llamaren en sus trabajos y aflicciones, y dónde oiré sus lágrimas y ruegos para darles consuelo y alivio» (relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, según el Nican Mopohua).  

María nos puede enseñar cómo esperar a Cristo en este Adviento. Ella es como un “cáliz de deseos”. Así la llamaban los Padres de la Iglesia. Orar no es más que transformarse en “deseo inflamado del Señor”. En María la vida se hace oración y la oración vida.

La esperanza cristiana se expresa en nuestros deseos de Bien, de Santidad, de Verdad y de Amor. Es lógico que en este tiempo tratemos de “fomentar los buenos deseos” de nuestro corazón.

Podemos decirle al Señor: “cómo me gustaría amarte más”; “cómo me gustaría poder ver tu Rostro, pronto”; “cómo me gustaría que vinieras a purificar la tierra y a transformarla”; “cómo me gustaría que nos salvaras a todos los pecadores”….

Para poder “fomentar nuestros deseos de Amor” es imprescindible la oración en silencio, el recogimiento y la paz interior.

Hace años, el Cardenal Ratzinger decía: “En nuestro mundo occidental nos atenemos únicamente al principio del varón: hacer, producir, planificar el mundo... sin deber nada a nadie, confiando tan sólo en los propios recursos... María, como madre de Jesús, puede significar algo enteramente indispensable para la teología y para la fe.

Debemos liberarnos de esa visión unilateral propia del activismo de Occidente, para que la Iglesia no se vea rebajada a la categoría de mero producto de nuestro hacer y de nuestra capacidad organizativa. La Iglesia no es obra de nuestras manos, sino semilla viviente que quiere desarrollarse y alcanzar su madurez. Por esta razón, tiene necesidad del misterio mariano; más aún, ella misma es misterio de María. Únicamente será fecunda si se somete a este signo, es decir, si se hace tierra santa para la palabra. Hemos de aceptar el símbolo de la tierra fértil; tenemos que hacernos de nuevo hombres que esperan, recogidos en lo más íntimo de su ser; personas que en la profundidad de la oración, del anhelo y de la fe, dejan que tenga lugar el crecimiento" (Cfr. J. Ratzinger, El Camino pascual, p. 35 y 36).

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A continuación, transcribimos la homilía de Benedicto XVI, el 8 de diciembre de 2012, frente a la columna de la Inmaculada en la Piazza de Spagna.

“Queridos hermanos y hermanas: En el corazón de las ciudades cristianas María constituye una presencia dulce y tranquilizadora. Con su estilo discreto da paz y esperanza a todos en los momentos alegres y tristes de la existencia. En las iglesias, en las capillas, en las paredes de los edificios: un cuadro, un mosaico, una estatua recuerda la presencia de la Madre que vela constantemente por sus hijos. También aquí, en la plaza de España, María está en lo alto, como velando por Roma.

¿Qué dice María a la ciudad? ¿Qué recuerda a todos con su presencia? Recuerda que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20), como escribe el apóstol san Pablo. Ella es la Madre Inmaculada que repite también a los hombres de nuestro tiempo: no tengáis miedo, Jesús ha vencido el mal; lo ha vencido de raíz, liberándonos de su dominio.

¡Cuánto necesitamos esta hermosa noticia! Cada día los periódicos, la televisión y la radio nos cuentan el mal, lo repiten, lo amplifican, acostumbrándonos a las cosas más horribles, haciéndonos insensibles y, de alguna manera, intoxicándonos, porque lo negativo no se elimina del todo y se acumula día a día. El corazón se endurece y los pensamientos se hacen sombríos. Por esto la ciudad necesita a María, que con su presencia nos habla de Dios, nos recuerda la victoria de la gracia sobre el pecado, y nos lleva a esperar incluso en las situaciones humanamente más difíciles.

En la ciudad viven –o sobreviven– personas invisibles, que de vez en cuando saltan a la primera página de los periódicos o a la televisión, y se las explota hasta el extremo mientras la noticia y la imagen atraen la atención. Se trata de un mecanismo perverso, al que lamentablemente cuesta resistir. La ciudad primero esconde y luego expone al público. Sin piedad, o con una falsa piedad. En cambio, todo hombre alberga el deseo de ser acogido como persona y considerado una realidad sagrada, porque toda historia humana es una historia sagrada, y requiere el máximo respeto.

La ciudad, queridos hermanos y hermanas, somos todos nosotros. Cada uno contribuye a su vida y a su clima moral, para el bien o para el mal. Por el corazón de cada uno de nosotros pasa la frontera entre el bien y el mal, y nadie debe sentirse con derecho de juzgar a los demás; más bien, cada uno debe sentir el deber de mejorarse a sí mismo. Los medios de comunicación tienden a hacernos sentir siempre “espectadores”, como si el mal concerniera solamente a los demás, y ciertas cosas nunca pudieran sucedernos a nosotros. En cambio, somos todos “actores” y, tanto en el mal como en el bien, nuestro comportamiento influye en los demás.

Con frecuencia nos quejamos de la contaminación del aire, que en algunos lugares de la ciudad es irrespirable. Es verdad: se requiere el compromiso de todos para hacer que la ciudad esté más limpia. Sin embargo, hay otra contaminación, menos fácil de percibir con los sentidos, pero igualmente peligrosa. Es la contaminación del espíritu; es la que hace nuestros rostros menos sonrientes, más sombríos, la que nos lleva a no saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la cara… La ciudad está hecha de rostros, pero lamentablemente las dinámicas colectivas pueden hacernos perder la percepción de su profundidad. Vemos sólo la superficie de todo. Las personas se convierten en cuerpos, y estos cuerpos pierden su alma, se convierten en cosas, en objetos sin rostro, intercambiables y consumibles.

María Inmaculada nos ayuda a redescubrir y defender la profundidad de las personas, porque en ella la transparencia del alma en el cuerpo es perfecta. Es la pureza en persona, en el sentido de que en ella espíritu, alma y cuerpo son plenamente coherentes entre sí y con la voluntad de Dios. La Virgen nos enseña a abrirnos a la acción de Dios, para mirar a los demás como él los mira: partiendo del corazón. A mirarlos con misericordia, con amor, con ternura infinita, especialmente a los más solos, despreciados y explotados. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”.

Quiero rendir homenaje públicamente a todos los que en silencio, no con palabras sino con hechos, se esfuerzan por practicar esta ley evangélica del amor, que hace avanzar el mundo. Son numerosos, también aquí en Roma, y raramente son noticia. Hombres y mujeres de todas las edades, que han entendido que de nada sirve condenar, quejarse o recriminar, sino que vale más responder al mal con el bien. Esto cambia las cosas; o mejor, cambia a las personas y, por consiguiente, mejora la sociedad.

Queridos amigos romanos, y todos los que vivís en esta ciudad, mientras estamos atareados en nuestras actividades cotidianas, prestemos atención a la voz de María. Escuchemos su llamada silenciosa pero apremiante. Ella nos dice a cada uno que donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia, precisamente a partir de tu corazón y de tu vida. La ciudad será más hermosa, más cristiana y más humana.

Gracias, Madre santa, por este mensaje de esperanza. Gracias por tu silenciosa pero elocuente presencia en el corazón de nuestra ciudad. ¡Virgen Inmaculada, Salus Populi Romani, ruega por nosotros!”.

sábado, 6 de diciembre de 2014

El Adviento y la espera del Retorno del Señor

El Adviento se divide en dos partes. Los primeros días, la liturgia de la Palabra nos presenta temas relacionados con el Fin de los tiempos y la Segunda Venida de Cristo. A partir del día 17, las lecturas y oraciones se dirigen, más bien, a prepararnos para la venida espiritual de Jesús a nuestras almas, recordando su Primera Venida al mundo.


Jesús no tardará en regresar a la tierra. No sabemos el día y la hora, pero sí podemos observar los signos que Él mismo nos dejó, y también los escritores sagrados.

¿Cuál ha de ser nuestra disposición ante el Retorno del Señor?

Benedicto XVI, en su catequesis del 12 de noviembre del año 2008, nos sugería fomentar tres actitudes ante las realidades últimas. Meditémoslas despacio, en estas próximas semanas del Adviento (las negritas son nuestras).

Primera actitud

La primera actitud es la certeza de que Jesús ha resucitado, está con el Padre, y por eso está con nosotros, para siempre. Y nadie es más fuerte que Cristo, porque Él está con el Padre, está con nosotros. Por eso estamos seguros, liberados del miedo. Este era un efecto esencial de la predicación cristiana. El miedo a los espíritus, a los dioses, estaba difundido en todo el mundo antiguo. Y también hoy los misioneros, junto con tantos elementos buenos de las religiones naturales, encuentran el miedo a los espíritus, a los poderes nefastos que nos amenazan. Cristo vive, ha vencido a la muerte y ha vencido a todos estos poderes. Con esta certeza, con esta libertad, con esta alegría vivimos. Este es el primer aspecto de nuestro vivir hacia el futuro.

Segunda actitud

En segundo lugar, la certeza de que Cristo está conmigo. Y de que en Cristo el mundo futuro ya ha comenzado, esto da también certeza de la esperanza. El futuro no es una oscuridad en la que nadie se orienta. No es así. Sin Cristo, también hoy para el mundo el futuro está oscuro, hay miedo al futuro, mucho miedo al futuro. El cristiano sabe que la luz de Cristo es más fuerte y por eso vive en una esperanza que no es vaga, en una esperanza que da certeza y valor para afrontar el futuro.

Tercera actitud

Finalmente, la tercera actitud. El Juez que vuelve -es juez y salvador a la vez- nos ha dejado la tarea de vivir en este mundo según su modo de vivir. Nos ha entregado sus talentos. Por eso nuestra tercera actitud es: responsabilidad hacia el mundo, hacia los hermanos ante Cristo, y al mismo tiempo también certeza de su misericordia. Ambas cosas son importantes. No vivimos como si el bien y el mal fueran iguales, porque Dios solo puede ser misericordioso. Esto sería un engaño. En realidad, vivimos en una gran responsabilidad. Tenemos los talentos, tenemos que trabajar para que este mundo se abra a Cristo, sea renovado. Pero incluso trabajando y sabiendo en nuestra responsabilidad que Dios es el juez verdadero, estamos seguros también de que este juez es bueno, conocemos su rostro, el rostro de Cristo resucitado, de Cristo crucificado por nosotros. Por eso podemos estar seguros de su bondad y seguir adelante con gran valor.

Un dato ulterior de la enseñanza paulina sobre la escatología es el de la universalidad de la llamada a la fe, que reúne a judíos y gentiles, es decir, a los paganos, como signo y anticipación de la realidad futura, por lo que podemos decir que estamos sentados ya en el cielo con Jesucristo, pero para mostrar a los siglos futuros la riqueza de la gracia (cfr. Ef 2, 6s): el después se convierte en un antes para hacer evidente el estado de realización incipiente en que vivimos. Esto hace tolerables los sufrimientos del momento presente, que no son comparables a la gloria futura (cfr. Rm 8,18). Se camina en la fe y no en la visión, y aunque fuese preferible exiliarse del cuerpo y habitar con el Señor, lo que cuenta en definitiva, morando en el cuerpo o saliendo de él, es ser agradable a Dios (cfr 2 Cor 5,7-9).

Finalmente, un último punto que quizás parece un poco difícil para nosotros. San Pablo en la conclusión de su segunda Carta a los Corintios repite y pone en boca también a los Corintios una oración nacida en las primeras comunidades cristianas del área de Palestina: Maranà, thà! que literalmente significa "Señor nuestro, ¡ven!" (16,22). Era la oración de la primera comunidad cristiana, y también el último libro del Nuevo testamento, el Apocalipsis, se cierra con esta oración: "¡Señor, ven!". ¿Podemos rezar también nosotros así? Me parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente para que perezca este mundo, para que venga la nueva Jerusalén, para que venga el juicio último y el juez, Cristo. Creo que si no nos atrevemos a rezar sinceramente así por muchos motivos, sin embargo de una forma justa y correcta podemos también decir con los primeros cristianos: "¡Ven, Señor Jesús!". Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte, queremos que termine este mundo injusto. También nosotros queremos que el mundo sea profundamente cambiado, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto: ¿y cómo podría suceder sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará realmente un mundo justo y renovado. Y aunque de otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu mundo, en la forma que tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados, en Darfur y en Kivu del norte, en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre esos ricos que te han olvidado, que viven solo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu mundo y renueva el mundo de hoy. Ven también a nuestros corazones, ven y renueva nuestra vida, ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia suya. En este sentido rezamos con san Pablo: ¿Maranà, thà! "¡Ven, Señor Jesús"!, y rezamos para que Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve”.

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El 21 de diciembre de 2008, Benedicto XVI se dirigía a los cardenales de la Curia Vaticana con las siguientes palabras, sobre la parusía:

“De la vuelta definitiva de Cristo, en su parusía, se nos ha dicho que no vendrá él solo, sino juntamente con todos sus santos. Así, cada santo que entra en la historia constituye ya una pequeña porción de la vuelta de Cristo, de su nuevo ingreso en el tiempo, que nos muestra la imagen de un modo nuevo y nos da la seguridad de su presencia. Jesucristo no pertenece al pasado y no está confinado a un futuro lejano, cuya llegada no tenemos ni siquiera la valentía de pedir. Él llega con una gran procesión de santos. Juntamente con sus santos ya está siempre en camino hacia nosotros, hacia nuestro hoy”. 

sábado, 29 de noviembre de 2014

Adviento: tiempo espiritual de la esperanza

Mañana comenzamos un nuevo Año Litúrgico. Inicia el Tiempo de Adviento, dedicado a preparar el Nacimiento del Señor, y también su Segunda Venida.


Una vez más se nos presenta la ocasión de convertirnos; de renovar nuestros deseos de amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas; de avivar nuestra fe y fortalecer nuestra esperanza. Todo esto, muy unidos a Nuestra Madre, la Virgen del Adviento, de la Espera.

El Adviento es, ante todo, el tiempo espiritual de la esperanza. Y de una esperanza realista, es decir, la esperanza del que se encuentra en una situación dramática y percibe su extrema necesidad de salvación (ver más abajo homilía de Benedicto XVI).    

“"Señor, (...) ven de prisa" (v. 1). Es el grito de una persona que se siente en grave peligro, pero también es el grito de la Iglesia en medio de las múltiples asechanzas que la rodean, que amenazan su santidad, la integridad irreprensible de la que habla el apóstol san Pablo y que, en cambio, debe conservarse hasta la venida del Señor” (ibídem).

¿Y cómo nos podemos encender en esta esperanza? A través del Santo Sacrificio de la Misa, que es la renovación sacramental del Sacrificio de la Cruz, Fuente única de salvación. Viviéndola con mucho amor nos uniremos a Cristo para ofrecer al Padre, por el Espíritu Santo la ofrenda de toda nuestra vida.

Una vez más, cada día —si queremos— podremos adorar, dar gracias, pedir perdón y pedir la urgente ayuda que necesitamos, a la Santísima Trinidad, por medio del Sacrificio de la Misa.

Para percatarnos de todo esto, nos parece que puede ayudarnos leer despacio la siguiente homilía de Benedicto XVI, en las Primeras Vísperas del Primer Domingo de Adviento, pronunciada hace justo seis años, el 29 de noviembre de 2008. Destacamos en negritas algunas frases del texto original.

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Queridos hermanos y hermanas:

Con esta liturgia vespertina iniciamos el itinerario de un nuevo año litúrgico, entrando en el primero de los tiempos que lo componen: el Adviento. En la lectura bíblica que acabamos de escuchar, tomada de la primera carta a los Tesalonicenses, el apóstol san Pablo usa precisamente esta palabra: "venida", que en griego se dice parusia y en latín adventus (1 Ts 5, 23). Según la traducción común de este texto, san Pablo exhorta a los cristianos de Tesalónica a ser irreprensibles "hasta la venida" del Señor. Pero el texto original dice: "en la venida" (en te parusia), como si la venida del Señor no fuera un punto futuro del tiempo, sino un lugar espiritual en el que debemos caminar en el presente, durante la espera, y dentro del cual precisamente debemos conservarnos irreprensibles en todas las dimensiones personales.

En efecto, es precisamente esto lo que vivimos en la liturgia: al celebrar los tiempos litúrgicos, actualizamos de tal modo el misterio —en este caso la venida del Señor— que, por decirlo así, podemos "caminar en ella" hacia su plena realización, hasta el fin de los tiempos, pero aprovechando ya su virtud santificadora, dado que los últimos tiempos ya han comenzado con la muerte y la resurrección de Cristo.

La palabra que resume este estado particular, en el que se espera algo que debe manifestarse, pero que al mismo tiempo se vislumbra y se gusta por anticipado, es "esperanza". El Adviento es, por excelencia, el tiempo espiritual de la esperanza, y en él la Iglesia entera está llamada a convertirse en esperanza para ella y para el mundo. Todo el organismo espiritual del Cuerpo místico asume, por decirlo así, el "color" de la esperanza. Todo el pueblo de Dios se pone de nuevo en camino atraído por este misterio: nuestro Dios es "el Dios que viene" y nos invita a salir a su encuentro.

¿De qué modo? Ante todo en la forma universal de la esperanza y la espera que es la oración, la cual encuentra su expresión eminente en los Salmos, palabras humanas en las que Dios mismo puso y pone continuamente la invocación de su venida en los labios y en el corazón de los creyentes. Por eso, reflexionemos unos momentos sobre los dos Salmos que acabamos de rezar y que son consecutivos también en el Libro bíblico: el 141 y el 142, según la numeración judía.

"Señor, te estoy llamando, ven de prisa; escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Sal 141, 1-2). Así comienza el primer salmo de las primeras Vísperas de la primera semana del Salterio: palabras que al inicio del Adviento adquieren un nuevo "color", porque el Espíritu Santo siempre las hace resonar nuevamente en nosotros, en la Iglesia que está en camino entre el tiempo de Dios y el tiempo de los hombres.

"Señor, (...) ven de prisa" (v. 1). Es el grito de una persona que se siente en grave peligro, pero también es el grito de la Iglesia en medio de las múltiples asechanzas que la rodean, que amenazan su santidad, la integridad irreprensible de la que habla el apóstol san Pablo y que, en cambio, debe conservarse hasta la venida del Señor. Y en esta invocación resuena también el grito de todos los justos, de todos los que quieren resistir al mal, a las seducciones de un bienestar inicuo, de placeres que ofenden la dignidad humana y la condición de los pobres.

Al inicio del Adviento la liturgia de la Iglesia hace suyo de nuevo este grito, y lo eleva a Dios "como incienso" (v. 2). En efecto, el ofrecimiento vespertino del incienso es símbolo de la oración que elevan los corazones dirigidos a Dios, al Altísimo, así como "el alzar de las manos como ofrenda de la tarde" (v. 2). En la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios materiales, como acontecía también en el templo de Jerusalén, sino que se eleva la ofrenda espiritual de la oración, en unión con la de Jesucristo, que es al mismo tiempo Sacrificio y Sacerdote de la Alianza nueva y eterna. En el grito del Cuerpo místico reconocemos la voz misma de su Cabeza: el Hijo de Dios, que tomó sobre sí nuestras pruebas y nuestras tentaciones, para darnos la gracia de su victoria.

Esta identificación de Cristo con el salmista es particularmente evidente en el segundo Salmo (142). Aquí, cada palabra, cada invocación hace pensar en Jesús, en su pasión, de modo especial en su oración al Padre en Getsemaní. En su primera venida, con la encarnación, el Hijo de Dios quiso compartir plenamente nuestra condición humana. Naturalmente, no compartió el pecado, pero por nuestra salvación sufrió todas sus consecuencias. Al rezar el Salmo 142, la Iglesia revive cada vez la gracia de esta compasión, de esta "venida" del Hijo de Dios en la angustia humana hasta tocar fondo.

Así, el grito de esperanza del Adviento expresa, desde el inicio y del modo más fuerte, toda la gravedad de nuestro estado, nuestra extrema necesidad de salvación. Es como decir: esperamos al Señor no como una hermosa decoración para un mundo ya salvado, sino como único camino de liberación de un peligro mortal. Y nosotros sabemos que él mismo, el Liberador, tuvo que sufrir y morir para hacernos salir de esta prisión (cf. v. 8).

En pocas palabras, estos dos Salmos nos previenen de cualquier tentación de evasión y de fuga de la realidad; nos preservan de una falsa esperanza, que tal vez quisiera entrar en el Adviento e ir hacia la Navidad olvidando nuestra dramática existencia personal y colectiva. En efecto, una esperanza fiable, no engañosa, no puede menos de ser una esperanza "pascual", como nos recuerda cada sábado por la tarde el cántico de la carta a los Filipenses, con el que alabamos a Cristo encarnado, crucificado, resucitado y Señor universal.

A él dirijamos nuestra mirada y nuestro corazón, en unión espiritual con la Virgen María, Nuestra Señora del Adviento. Pongamos nuestra mano en la suya y entremos con alegría en este nuevo tiempo de gracia que Dios regala a su Iglesia, para el bien de toda la humanidad. Como María, y con su ayuda materna, seamos dóciles a la acción del Espíritu Santo, para que el Dios de la paz nos santifique plenamente, y la Iglesia se convierta en signo e instrumento de esperanza para todos los hombres.

Amén.

domingo, 23 de noviembre de 2014

El Reinado de Cristo

Mañana celebramos en la Iglesia, una vez más, la Solemnidad de Cristo Rey. Él mismo lo dijo a Pilato: “Yo soy Rey” (Jn 18, 37). También le dijo que su Reino “no es de este mundo” (Jn 18, 36).


Todos los días, cuando rezamos el Padre Nuestro, le pedimos a Dios: “venga a nosotros tu Reino”. ¿De qué Reino se trata? ¿Ya ha llegado el Reino de Dios a nosotros, o todavía no?

Jesús también dijo a sus discípulos que el Reino de Dios está “en medio de vosotros” (Lc 17, 21). Con la Encarnación y la Redención de Jesucristo, el Reino de Dios ya está con nosotros (principalmente en la Eucaristía, que es “prenda de Vida eterna”). Sin embargo, aún falta por manifestarse en su plenitud.

En el prefacio de la Misa de Cristo Rey damos gracias a Dios Padre por haber consagrado Sacerdote eterno y Rey del Universo a su Hijo, Jesús, y por haberlo ungido con el óleo de la alegría, para que consumara el misterio de la redención humana, someta a su poder la creación entera y entregue al Padre un reino eterno y universal: el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz.

Todas estas características del Reino de Dios han comenzado a manifestarse en la vida de los cristianos, pero todavía no de manera plena.

Aún falta por completar en nuestra carne lo que falta a la Pasión de Cristo (cfr. Col 1, 24). La Redención aún no está completa. Aún no ha llegado el triunfo pleno de Cristo sobre el pecado, el demonio y la muerte. Aún la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 14). “La misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de DiosRm 8, 21).

El 17 de junio de 2020, Marga (cfr. Dictados de Jesús a Marga) recibió un mensaje de Jesucristo en el que le explica algo del Nuevo Reino, el Reino de Dios, que esperamos con tanto anhelo en estos tiempos. Marga hace a Jesús unas preguntas muy agudas, y el Señor le va respondiendo. Al final, le hace ver que no podemos entender todo ahora, y hay que esperar a los acontecimientos de Dios.

Vale la pena transcribir todo el mensaje, y meditarlo despacio, como preparación a la Solemnidad de Cristo Rey de este año 2014 (destacamos en negritas algunas frases).

Mensaje de Jesús (17 de junio de 2002)

Jesús:

Jesús, ¿qué es lo que «retiene» al AntiCristo»?

Juan Pablo II. El Primado de Pedro Verdadero, junto con el sufrimiento de todos los santos y las vírgenes. Ése es el obstáculo que lo retiene, pero no puede detener por más tiempo la Mano de Dios cayendo sobre la humanidad.

La Iglesia parecerá ciertamente muerta, para que la Mano de Dios mismo la resucite al tercer día. Día que será adelantado por las súplicas de una Virgen, junto con las de todos los santos. Será adelantado también para que queden supervivientes en Israel. Por la dureza de aquellos días muchos apostatarán de la fe, renegarán de sus creencias, negarán a Dios y adorarán al Diablo.

¡Jesús, Jesús!, ¿ya estamos en esos días?

Ya estáis en ellos.

Yo he elegido a personas como tú que manifiesten mi Voluntad y que avisen a los hombres.

Pero todo parece tan tranquilo...

No lo está. Sabed leer entre líneas y descubrir las manifestaciones de Dios.

Mira, es como una presa, una gran presa, sí, que retiene un torrente desbordado de agua y que se va agrietando, y poco a poco se va rompiendo. Por esas grietas entra agua, hasta que el dique no pueda resistir más la corriente y se rompa. Se desbordará la presa sobre vosotros y sólo los bien afincados lograrán resistir en pie el paso del temporal sobre ellos, hasta que llegue la calma y Yo me manifieste en vosotros, reavivando los huesos de muerte, resucitándolos, volviéndolos a la vida (cfr. Ez 37).

Hay una cosa que no entiendo.

Pregunta.

Parece que tu Segunda Venida tenga que ver con la Resurrección de todos los muertos, con el Juicio Final y la Resurrección de la carne.

La Resurrección de la Iglesia muerta, tendrá que ver con mi Poder, vendrá de mi Mano, no de ningún poder de la tierra, porque será materialmente imposible.

Es el Reino de Dios en la tierra: «Yo Juan, vi unos Cielos nuevos y una Tierra nueva» (cfr. Ap 21,1).

Es el Reinado de los Corazones de Jesús y de María: «Al final, mi Inmaculado Corazón triunfará» (La Virgen de Fátima, 13-07-1917).

Vengo a restaurar lo que ya estaba muerto, a volverlo a la vida. La venida del Reino de Dios no sólo es en el Cielo: es en la Tierra.

¿Pero con la Resurrección de los muertos?

No todos.

¿Habrá otra Resurrección?

Sí, la definitiva al fin del mundo. Todavía la figura de este mundo no pasa. Yo he querido redimir al mundo. Para eso fui enviado, y todavía no ha sido redimido, no está culminada la redención: «La creación entera sufre con dolores de parto» (cfr. Rm 8,19-22) en espera de ese Día, de dar a luz ese Día, por medio de la Gloria y el Poder de Dios.

Participáis de culminar esa redención, y cuando el mundo esté redimido, vendré Yo definitivamente para resucitar a los muertos.

¿El Reino de Dios en la tierra no es con los muertos resucitados y todos glorificados?

No, es con los hombres. Dios-con-los-hombres. La tierra como al principio. Un Nueva Creación que fue iniciada con Cristo. Y entonces los hombres participaréis de lo que les estuvo reservado a Adán y Eva y sus descendientes como al inicio.

¿Y quiénes son los nuevos Adán y Eva?

Cristo y la Virgen.

¿Y no habrá lucha?, ¿es que el Demonio no estará tentando?

No. Ha sido atado, reducido al abismo por Cristo, por María, que han vencido sobre él, por los hombres fieles.

Quiero ver a los hombres realizando la misión para la que fueron creados: dar gloria a Dios con sus cuerpos, con sus almas, en unión íntima, exquisita, sin división en su naturaleza. Amando a Dios Verdaderamente en cuerpo y alma.

En la tierra, sí, en la tierra. Sin resucitar.

Sin resucitar.

Entonces: ¿qué es la resurrección?

Yo Soy la Resurrección y la Vida. El que crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá. No morirá para siempre (cfr. Jn 11,25).

No entiendo. Porque con Adán y Eva no existía la muerte.

Pero estaban llamados a resucitar. La vida en la tierra era una prueba que no superaron. Ahora quiero que se viva como superando esa prueba, porque ha sido superada por Cristo.

Estas cosas no las entiendo, Jesús.

No te corresponde ahora entenderlas. Ya las entenderás. Espera los acontecimientos de Dios, y sus manifestaciones a ti.

Amén.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Testimonios sobre Garabandal

Desde el principio, en el verano de 1961, comenzaron a difundirse las apariciones de la Virgen en San Sebastián de Garabandal, Cantabria.

Marta Robín, declarada "venerable"

Las cuatro niñas videntes, Conchita, Mari Loli, Jacinta y Mari Cruz, de doce años de edad, eran sencillas y trasparentes, y enseguida, todos los habitantes del pueblo conocían hasta los detalles más menudos de sucesos tan extraordinarios.

Muy pronto, se corrió la noticia por los pueblos vecinos. Quedaron informados también los sacerdotes de la zona y el obispo de Santander (ver un resumen, de Antonio Yagüe, sobre el Proceso de aprobación de las apariciones).

Conforme pasó el tiempo, la noticia de las apariciones llegó a otros países. También la conocieron personalidades destacadas; entre ellos, los Romanos Pontífices y algunos hombres y mujeres que luego han sido beatificados o canonizados por la Iglesia.

Entre los Papas:

Pablo VI (1963-1978), quizá fue quien más conoció las apariciones (ver resumen que hace Antonio Yagüe). Conoció personalmente a Conchita en 1966, y le dijo en aquella ocasión: "Yo te bendigo, y conmigo te bendice toda la Iglesia". De Pablo VI también es el siguiente comentario sobre las apariciones de la Virgen en Garabandal: "Es la historia más hermosa de la humanidad desde el Nacimiento de Cristo. Es como la segunda vida de la Santísima Virgen en la tierra y no hay palabras para agradecerlo".

Juan Pablo II (1978-2005) también tuvo noticia de ellas (ver breve comentario al respecto). Al escritor alemán Albrecht Weber, por ejemplo, le envío las siguientes palabras: "Que Dios te recompense por todo. Especialmente por el profundo amor con el que estás dando a conocer los sucesos relacionados con Garabandal. Que el mensaje de la Madre de Dios sea acogido en los corazones antes de que sea demasiado tarde. Como expresión de gozo y gratitud el Santo Padre te da su Bendición Apostólica".  

Benedicto XVI (2005-2013) tuvo alguna relación con  Garabandal (ver artículo en inglés). Ver también la interesante entrevista con el P. François Turner, O.P. Este sacerdote sabe que el Card. Joseph Ratzinger tuvo sobre su mesa de trabajo su libro sobre Garabandal que lleva como título "Oh hijos escúchenme", el cual ha sido impreso en inglés, francés y alemán.  

Entre los santos, podemos mencionar a cuatro de ellos:

San Pío de Pietrelcina (1887-1968) (ver artículo). Ver también, en este mismo blog, otro comentario sobre su relación con Garabandal), Es conocida la carta que escribió a las niñas videntes, el 3 de marzo de 1962, en la que les decía, entre otras cosas, lo siguiente: "Queridas Niñas: A las nueve de esta mañana la Santa Virgen María me ha hablado de vosotras, queridas niñas, de vuestras visiones y me ha dicho: Benditas niñas de San Sebastián de Garabandal, yo os prometo que estaré con vosotras hasta el fin de vuestra vida y vosotras estaréis conmigo hasta el fin del mundo y luego en el gozo del paraíso".

Beata Teresa de Calcuta (1910-1997) (ver artículo). Ver también otro artículo publicado en Religión en Libertad.  La Madre Teresa, en una carta del 10 de noviembre de 1987 le comunica a Monseñor Don Juan Antonio del Val, Obispo de Santander de 1971 a 1991, lo siguiente: "Era en 1970, hace 18 años, cuando oí hablar por primera vez de las apariciones de San Sebastián de Garabandal en España. Algunas veces me parece que hace mucho tiempo y otras que fueron ayer. Desde el principio sentí que los sucesos eran auténticos".

San Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975) (ver comentario de Antonio Yagüe). Ver otro comentario al respecto en este mismo blog. En una conversación telefónica que sostuvimos personalmente con Jacinta, una de las videntes de Garabandal, que vive en California, nos dijo que ella no recordaba la visita de San Josemaría a Garabandal, pero la que sí se acordaba muy bien era Mari Cruz, otra de las niñas videntes, que actualmente vive en España 

Santa Maravillas de Jesús (1891-1974) (ver comentario de Antonio Yagüe), fundadora de más de cien conventos de carmelitas descalzas, "conoció" que las apariciones de Garabandal eran auténticas y decía a sus hijas espirituales que "las manifestaciones que ocurren en San Sebastián de Garabandal son de Dios".

A los anteriores, se suman ahora dos más:

Marta Robin (1092-1981). El Papa Francisco acaba de aprobar sus virtudes heroicas y declarar "venerable" a esta mujer (ver artículo en Religión en Libertad) que animó al sacerdote Alfred Combe, también francés, a difundir el mensaje de Garabandal. En una entrevista que tuvo el P. Combe con Marta, a principios de 1971, ella le dijo: "Dígale a las cuatro niñas [de Garabandal] que yo rezo por ellas todos los días". Y al final, rezaron juntos un Padrenuestro y un Avemaría por las niñas de Garabandal y por su Obispo. Ver también el artículo en inglés.

Madre Esperanza de Jesús (1893-1983), fundadora de la Congregación de las Esclavas e Hijos del Amor Misericordioso, beatificada por el Papa Francisco el 31 de mayo de 2014. El P. José Ramón García de la Riva, escribía sobre ella: “La Madre [Esperanza] estaba convencida del carácter sobrenatural de las apariciones de Garabandal por el testimonio de Emilia Andreo Rubio, que acudió con otras personas amigas en peregrinación al Santuario de Covallenza. Allí Emilia manifestó a la Fundadora su intención de ir a Garabandal, a lo que Madre Esperanza les contestó admirada: "¿Así que vais a San Sebastián de Garabandal? Bien. Bien" (tomado de artículo de José María Zavala, en Religión en Libertad).

sábado, 8 de noviembre de 2014

La última aparición a Conchita

Dentro de unos días, el próximo jueves, celebraremos el 49° aniversario de la última aparición a Conchita (13 de noviembre de 1965). Desde entonces, Conchita ha tenido locuciones de la Virgen, pero Nuestra Señora no se le ha aparecido más.


Antonio Yagüe, en sus estudios sobre las apariciones de Garabandal, ha aventurado una posible fecha para el Aviso: 13 de noviembre de 2016 (dentro de dos años). Sería cinco meses exactos antes de la fecha en que podría ser el Milagro (13 de abril de 2017). Ver los vídeos en su canal de YouTube. Se trata de  hipótesis muy bien fundamentadas sobre 1) la Sagrada Escritura, 2) las apariciones marianas (especialmente las de Nuestra Señora de Guadalupe, en 1531 y de la Virgen de Garabandal, entre 1961 y 1965) y 3) los datos de la Astronomía Sagrada, es decir, la antigua sabiduría de las estrellas, que llevó a los Magos hasta Belén para adorar al Niño.

Habrá que esperar a que se desvelen los Planes de Dios tal como Él los ha previsto. Pero, por lo pronto, mientras llegan esos acontecimientos, este es un buen momento para repasar con calma lo que sucedió aquel memorable día (13 de noviembre de 1965) en Garabandal, según lo cuenta la misma Conchita, en un relato que transpira sencillez y autenticidad.

Escribe Conchita:

“Estando un día en la iglesia, la Virgen me ha dicho, en una locución, que la vería el 13 de Noviembre en los Pinos. Me dijo que esta sería una aparición especial para besar objetos religiosos y repartirlos después, ya que tienen gran importancia.

[Conviene recordar que, más de una vez, por encargo de la Virgen, Conchita ha dicho que Jesús hará prodigios mediante los objetos besados por Ella, antes y después del Milagro, y las personas que usen con fe tales objetos, pasarán en esta vida el purgatorio].

¡Yo estaba con grandes deseos de que llegase ese día, para volver a ver a quien ha sembrado en mí la felicidad de Dios! Estaba lloviendo, pero a mí no me importó. Subí a Los Pinos y llevaba conmigo muchos rosarios que hacía poco me los habían regalado para repartirlos; y, como me había dicho la Virgen en la locución, los llevé para que los besara.

Subiendo sola a Los Pinos iba diciéndome, como muy arrepentida de mis defectos, que no caería más en ellos, porque me daba apuro presentarme delante de la Madre de Dios sin quitarlos.

Cuando llegué a Los Pinos empecé a sacar los rosarios que llevaba; y estándolos sacando, oí una voz muy dulce, la de la Virgen, que se distingue entre todas, y me llamaba por mi nombre. Yo le he contestado:

— ¿Qué?

Y en ese momento la he visto con el Niño Jesús en brazos. Venía vestida como siempre y muy sonriente. Yo le he dicho:

— Ya he venido a traerte los rosarios para que los beses.

Y Ella me ha dicho.

Ya lo veo.

Yo traía masticando un chicle, pero cuando la estaba viendo dejé de masticarlo y lo he puesto en una muela. Y Ella ha notado que lo traía, y me ha dicho:

¿Conchita, por qué no dejas tu chicle y lo ofreces como un sacrificio por la gloria de mi Hijo?

Y yo con vergüenza, me lo he sacado y tirado en el suelo.

Después me ha dicho:

¿Te acuerdas de lo que te dije el día de tu santo de que sufrirás mucho en la tierra?, pues te lo vuelvo a decir. Ten confianza en Nosotros y lo ofrecerás con gusto a Nuestros Corazones, por el bien de tus hermanos. Porque así estarás más unida a Nosotros.

Yo le he dicho:

— Que indigna soy, Oh Madre nuestra, de tantas Gracias recibidas por Vos, y todavía venir hoy a mi para sobrellevar la pequeña cruz que ahora tengo.

Ella me ha dicho:

Conchita, no vengo solo por ti, sino que vengo por todos mis hijos, con el deseo de acercarlos a Nuestros corazones.

Y me ha pedido:

Dame, para que pueda besar todo los que traes.

Y se lo he dado. Llevaba conmigo una Cruz y la ha besado, y después me ha dicho:

Pásala por las manos del Niño Jesús.

Y yo lo he hecho y Él no ha dicho nada. Yo le he dicho:

— Esta Cruz la llevaré conmigo al convento.

Pero no me ha dicho nada. Después de besarlos me ha dicho:

Mi Hijo, por medio de este beso que yo he dado aquí, hará prodigios, repártelos a los demás.

Claro, yo así lo haré. Después de esto me ha pedido le diga las peticiones para los demás, que me habían encomendado. Y yo se las he hecho. Y me ha dicho:

Dime, Conchita, dime cosas de mi hijos, a todos los tengo bajo mi manto.

Yo le he dicho:

— Es muy pequeño, no cabemos todos.

Ella se ha sonreído.

¿Sabes, Conchita, por qué no he venido yo el 18 de Junio a darte el Mensaje para el mundo? Porque me daba pena decíroslo yo, pero os lo tengo que decir para bien vuestro y gloria de Dios si lo cumplís.

[Fue San Miguel Arcángel el encargado de comunicar el mensaje de la Virgen, el 18 de junio de 1965: «Como no se ha cumplido y no se ha dado mucho a conocer mi mensaje del 18 de octubre, os diré que este es el último. Antes la copa se estaba llenando, ahora está rebosando. Los Sacerdotes, Obispos y Cardenales van muchos por el camino de la perdición y con ellos llevan a muchas más almas. La Eucaristía cada vez se le da menos importancia. Debéis evitar la ira del Buen Dios sobre vosotros con vuestros esfuerzos. Si le pedís perdón con alma sincera Él os perdonará. Yo, vuestra Madre, por intercesión del Ángel San Miguel, os quiero decir que os enmendéis. Ya estáis en los últimos avisos. Os quiero mucho y no quiero vuestra condenación. Pedidnos sinceramente \ nosotros os lo daremos. Debéis sacrificaros más, pensad en la Pasión de Jesús»].

Os quiero mucho y deseo vuestra salvación para reuniros en torno del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. ¿Verdad, Conchita, que tú me responderás?

Y yo le he dicho:

— Si estuviese siempre viéndote, sí; pero si no, no lo sé, porque soy muy mala.

Tu pon de tu parte todo y Nosotros te ayudaremos, como también a mis hijas, Loli, Jacinta y María Cruz.

Ha estado muy poco. También me dijo:

Será la última vez que me veas aquí, pero estaré siempre contigo y con todos mis hijos.

Después añadió:

Conchita, ¿Por qué no vas a menudo a visitar a mi Hijo al Santísimo? ¿Por qué te dejas llevar por la pereza, no yendo a visitarle, cuando Os está esperando de día y de noche?

Como ya he escrito, estaba lloviendo mucho, y la Virgen y el Niño Jesús no se mojaban nada. Yo, cuando los estaba viendo no me daba cuenta de que llovía, pero cuando dejé de verlos estaba mojada.

Yo he dicho:

— ¡Ay, que feliz soy cuando os veo! ¿Por qué no me llevas contigo ahora?

Y me ha contestado:

Acuérdate de lo que te dije el día de tu santo [8 de diciembre]: al presentarte delante de Dios tienes que mostrarle tus manos llenas de obras hechas por ti en favor de tus hermanos y para gloria de Dios, y ahora las tienes vacías.

Y nada más. Se ha pasado ese feliz rato que he pasado con mi Mamá del Cielo y mi Amiga, y con el Niño Jesús. Los he dejado de ver pero no de sentirlos.

De nuevo han sembrado en mi ánimo una paz y una alegría y unos grandes deseos de vencer mis defectos para conseguir amar con todas mis fuerzas, a los Corazones de Jesús y de María, que tanto nos quieren.

Anteriormente, la Virgen me ha dicho que Jesús no mandaba el Castigo para hacernos sufrir sino para reprendernos de que no le hacemos caso y por ayudarnos. Y el Aviso nos lo manda para purificarnos, para hacernos ver el Milagro con el cual nos muestra claramente el amor que nos tiene; y por eso el deseo de que cumplamos el Mensaje”.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Nuestra hermana, la muerte

Mañana celebramos en toda la Iglesia la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Durante el mes de noviembre haremos sufragios por todos los difuntos y, especialmente, por aquellos que han estado más cerca de nosotros.


“Si eres apóstol, la muerte será para ti una buena amiga que te facilita el camino” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 735).

“No tengas miedo a la muerte. –Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. –No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre –Dios. –¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!” (Camino, n. 729).

Nos parece que meditar dos textos de Benedicto XVI sobre este importante aspecto de nuestra vida, podría ayudarnos a no tener miedo a la muerte, recibirla como una “hermana” o una “buena amiga” y llenarnos de esperanza porque es la puerta hacia la vida eterna. Destacamos en negritas algunas frases.

Encíclica Spe Salvi, n. 6

“Los sarcófagos de los tiempos del cristianismo muestran visiblemente esta concepción [la existencia de un Dios que gobierna el mundo] en presencia de la muerte, ante la cual es inevitable preguntarse por el sentido de la vida. En los antiguos sarcófagos se interpreta la figura de Cristo mediante dos imágenes: la del filósofo y la del pastor. En general, por filosofía no se entendía entonces una difícil disciplina académica, como ocurre hoy. El filósofo era más bien el que sabía enseñar el arte esencial: el arte de ser hombre de manera recta, el arte de vivir y morir. Ciertamente, ya desde hacía tiempo los hombres se habían percatado de que gran parte de los que se presentaban como filósofos, como maestros de vida, no eran más que charlatanes que con sus palabras querían ganar dinero, mientras que no tenían nada que decir sobre la verdadera vida. Esto hacía que se buscase con más ahínco aún al auténtico filósofo, que supiera indicar verdaderamente el camino de la vida. Hacia finales del siglo III encontramos por vez primera en Roma, en el sarcófago de un niño y en el contexto de la resurrección de Lázaro, la figura de Cristo como el verdadero filósofo, que tiene el Evangelio en una mano y en la otra el bastón de caminante propio del filósofo. Con este bastón Él vence a la muerte; el Evangelio lleva la verdad que los filósofos deambulantes habían buscado en vano. En esta imagen, que después perdurará en el arte de los sarcófagos durante mucho tiempo, se muestra claramente lo que tanto las personas cultas como las sencillas encontraban en Cristo: Él nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre. Él nos indica el camino y este camino es la verdad. Él mismo es ambas cosas, y por eso es también la vida que todos anhelamos. Él indica también el camino más allá de la muerte; sólo quien es capaz de hacer todo esto es un verdadero maestro de vida. Lo mismo puede verse en la imagen del pastor. Como ocurría para la representación del filósofo, también para la representación de la figura del pastor la Iglesia primitiva podía referirse a modelos ya existentes en el arte romano. En éste, el pastor expresaba generalmente el sueño de una vida serena y sencilla, de la cual tenía nostalgia la gente inmersa en la confusión de la ciudad. Pero ahora la imagen era contemplada en un nuevo escenario que le daba un contenido más profundo: « El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo... » (Sal 22,1-4). El verdadero pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que, con Él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que me acompaña incluso en la muerte y que con su « vara y su cayado me sosiega », de modo que « nada temo » (cf. Sal 22,4), era la nueva « esperanza » que brotaba en la vida de los creyentes”.

Homilía el 2 de noviembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Después de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invita hoy a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada a los numerosos rostros que nos han precedido y que han finalizado el camino terreno. En la audiencia de hoy, por eso, quiero proponeros algunos sencillos pensamientos sobre la realidad de la muerte, que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna.

Como ya dije ayer en el Ángelus, en estos días se visita el cementerio para rezar por los seres queridos que nos han dejado; es como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos todavía cercanos, recordando también, de este modo, un artículo del Credo: en la comunión de los santos hay un estrecho vínculo entre nosotros, que aún caminamos en esta tierra, y los numerosos hermanos y hermanas que ya han alcanzado la eternidad.

El hombre desde siempre se ha preocupado de sus muertos y ha tratado de darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado y el afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y, de modo paradójico, precisamente desde las tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo de su mundo.

¿Por qué es así? Porque, aunque la muerte sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y continuamente se intenta quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es una senda de esperanza; y recorrer nuestros cementerios, así como leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un camino marcado por la esperanza de eternidad.

Pero nos preguntamos: ¿Por qué experimentamos temor ante la muerte? ¿Por qué una gran parte de la humanidad nunca se ha resignado a creer que más allá de la muerte no existe simplemente la nada? Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte porque tenemos miedo a la nada, a este partir hacia algo que no conocemos, que ignoramos. Y entonces hay en nosotros un sentido de rechazo pues no podemos aceptar que todo lo bello y grande realizado durante toda una vida se borre improvisamente, que caiga en el abismo de la nada. Sobre todo sentimos que el amor requiere y pide eternidad, y no se puede aceptar que la muerte lo destruya en un momento.

También sentimos temor ante la muerte porque, cuando nos encontramos hacia el final de la existencia, existe la percepción de que hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos gestionado nuestra vida, especialmente sobre aquellos puntos de sombra que, con habilidad, frecuentemente sabemos remover o tratamos de remover de nuestra conciencia. Diría que precisamente la cuestión del juicio, a menudo, está implicada en el interés del hombre de todos los tiempos por los difuntos, en la atención hacia las personas que han sido importantes para él y que ya no están a su lado en el camino de la vida terrena. En cierto sentido, los gestos de afecto, de amor, que rodean al difunto, son un modo de protegerlo basados en la convicción de que esos gestos no quedan sin efecto sobre el juicio. Esto lo podemos percibir en la mayor parte de las culturas que caracterizan la historia del hombre.

Hoy el mundo se ha vuelto, al menos aparentemente, mucho más racional; o mejor, se ha difundido la tendencia a pensar que toda realidad se deba afrontar con los criterios de la ciencia experimental, y que incluso a la gran cuestión de la muerte se deba responder no tanto con la fe, cuanto partiendo de conocimientos experimentales, empíricos. Sin embargo, no se llega a dar cuenta suficientemente de que precisamente de este modo se acaba por caer en formas de espiritismo, intentando tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi imaginando que exista una realidad que, al final, sería una copia de la presente.

Queridos amigos, la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir empíricamente, la vida misma pierde su sentido profundo. El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre se explica, encuentra su sentido más profundo, solamente si existe Dios. Y nosotros sabemos que Dios salió de su lejanía y se hizo cercano, entró en nuestra vida y nos dice: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre" (Jn 11, 25-26).

Pensemos un momento en la escena del Calvario y volvamos a escuchar las palabras que Jesús, desde lo alto de la cruz, dirige al malhechor crucificado a su derecha: "En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). Pensemos en los dos discípulos que van hacia Emaús, cuando, después de recorrer un tramo de camino con Jesús resucitado, lo reconocen y parten sin demora hacia Jerusalén para anunciar la Resurrección del Señor (cf. Lc 24, 13-35). Con renovada claridad vuelven a la mente las palabras del Maestro: "No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar" (Jn 14, 1-2). Dios se manifestó verdaderamente, se hizo accesible, amó tanto al mundo "que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16), y en el supremo acto de amor de la cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la venció, resucitó y nos abrió también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que él mismo cruzó; él es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin ningún miedo, porque él conoce bien el camino, incluso a través de la oscuridad.

Cada domingo reafirmamos esta verdad al recitar el Credo. Y al ir a los cementerios y rezar con afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo: tras el presente no se encuentra la nada. Y precisamente la fe en la vida eterna da al cristiano la valentía de amar aún más intensamente nuestra tierra y de trabajar por construirle un futuro, por darle una esperanza verdadera y firme. Gracias.

Sugerimos a nuestros lectores este vídeo del P. Santiago Martín: Benedicto XVI enseña de nuevo.